Los pasos decididos de la anciana se hicieron sentir al entrar a la habitación de la desconsolada princesa. El miedo que cargaba en su corazón lo guardaba en el oscuro pasadizo entre los recuerdos y el alma. Pero esta vez estaba preparada, no volvería a ver a la princesa llorar, a si misma llorar, o a alguna otra mujer llorar, por un tal fulano que al salir cierra la puerta y muda la piel de sus recuerdos.
La princesa aceptó las caricias de la vieja institutriz, que con ternura acariciaba las largas hebras de cabello desparramados sobre la cama. Entre sollozos logró pronunciar
- Ay, el pecho me quiere estallar. Me falta aire.
- Estas cosas suelen ser así, y no tienen remedio. Se van y no regresan, y si lo hacen, lo harán por la razones equivocadas.
- Coquina, duele mucho. Yo no aguanto.
- Pues aguanta, que apenas comienzas a conocer que es llorar por un hombre, y sucederá de hoy en adelante, hasta que tus días de acaben. Te he traído algo.
Traía consigo una bolsa de seda de la que extrajo un puñal y con la seguridad de quien conoce su arte desenvainó su hoja. Aquella arma poseía una profusa belleza basada en el antiguo arte del damasquinado. El herrero, que más era orfebre con vicio de herrero, había conseguido extender el dorado del mango hasta llevar un suave halo resplandeciente que relucía por todo su cuerpo, hasta morir en un destello en la punta de la hoja. La princesa entre sorprendida y asustada tomó aquella sorprendente pieza salida de cuentos moros con manos temblorosas.
-Aprende a defenderte, querida mía. Y nunca dejes que entre más en ti de lo que te sea fácil de extirpar. Esa es la clave secreta para no sufrir de más.
La princesa, se aferró al arma, que siempre permanecía junto a ella oculta entre seda, encajes, organzas y tules, amarrada a su muslo. Aquel puñal le daba seguridad y pronto le hizo olvidar, permitiéndole disfrutar de los elegantes cumplidos, intrigas románticas típicas de la juventud de la corte, sin sufrir, sin expectativas, sin soñar más allá de lo que podría controlar.
El tiempo pasó y cada vez el vacío iba ocupando cada espacio desocupado en su corazón. Tenía de todo, sin embargo la niebla y el frío impedían el disfrute de ciertos privilegios destinados a aquellos que lo arriesgan todo en una tirada, y ganan por fuerza del destino, el envidiable premio del amor verdadero. Ella deseaba ser la feliz acreedora de tal galardón.
Los rostros de la corte comenzaron a tomar formas y gestos fantasmagóricos, y así también la de los miembros de cortes vecinas, hasta que un día, sin avisar a nadie, robó las burdas piezas de viaje de un hombre campesino y partió en búsqueda de su amor sin rostro o nombre.
Con cada paso, según se alejaba del Jardín de las Delicias y se adentraba en el bosque oscuro, fronteras entre su reino y lo desconocido, la emoción causada por una creciente expectativa le obligaba a ir más rápido. Fue justo en aquel punto, dónde nadie podría escuchar sus gritos de auxilio en caso de peligro, en el que se encontró con un estrecho puente que cruzaba por un veloz cause y accidentada riviera de río. Miró hacia atrás, y sintió cierta añoranza por aquel castillo lejano que le había servido de hogar durante toda su vida. Volvería, pero hasta encontrar aquella pieza desconocida, que debió haber perdido al nacer y que necesita encontrar para sentirse completa. Al menos eso creía debido a la euforia.
Cuando espoleó su caballo dirigiéndose al puente de frente a ella, otra persona, a su vez, pretendía cruzar. Los dos no cabían, y de la altives de ambos se desprendía que ninguno cedería su turno al paso.
-Dejandme pasar.
La princesa no se movió, pero tampoco contestó. Su disfraz era apropiado y con su cabello oculto bajo el sombrero de alas anchas, nadie podría identificarla, a menos que abriese la boca dejando sonar su alto timbre de voz.
-Soy el Principe de este lado de río. Mi reino es poderoso y tengo una importante misión que cumplir. Ningún campesino puede detenerme por no dejarme pasar. ¡Ceda el paso al príncipe!
¡¿Un principe de más allá del Jardín de la Delicias?! Ella no podía permitirle entrar y usurpar su reino. Dio frente a tal hecho. Se retiró el sombrero. Se identificó como la princesa de ese lado del río, y que haciendo uso de su poder ésta le prohibió la entrada.
El Principe, al otro lado del puente, se quitó su casco y no pronunció palabra alguna. Aquellos ojos oscuros e indescifrables le hicieron flaquear, ante la visión de una mirada entre escrutadora y perpleja, no pudo sostenerle la mirada. Cuando consiguió reunir las fuerzas necesarias para levantar su ojos, se encontró con que él no había cambiado de posición, lo que interpretó como arrogancia y complejo de superioridad, atributos que no permitiría jamás que un hombre ejerciera sobre ella, por más príncipe que fuera. Pero, ¿serían estos ciertos? Solo el príncipe sabe lo que pasaba por su cabezas en aquel instante, y para la princesa eso era peor que su aparente altivez. Le odió por su fuerza, le odió por su inescrutable mirada, le odió porque le parecía que era incapaz de ejercer poder sobre él, le odió por parecerle elegante, le odió porque el corazón quería salir a campo traviesa, le odio por no poder dejar de sonreír, le odió por que odiar era la única manera de permanecer en control y ahí en ese momento sintió el roce del arma junto a su muslo. Metió la mano por los calzones, aferró su mano al mango del puñal y con su pulgar acarició el oscuro zafiro que decoraba la punta del mango.
Cuando levantó su cabeza, el viento elevó la capa del príncipe. A pesar de la distancia, divisó cómo su mano derecha sujetaba una pieza cilíndrica de bordes decorados en damasquinado. El príncipe sujetaba un puñal, igual que lo hacía ella, idéntico al de ella, al menos a lo lejos. La princesa desmontó de su caballo y lentamente con su barbilla varios grados por encima de la posición natural de quien camina erguido, caminó sobre el puente de madera a paso lento. Se detuvo en el centro, y el príncipe hizo lo mismo, cada cual observando al otro, esperando el más mínimo indicio de agresividad y amenaza en el otro.
Opciones había. Podían permitir el paso de otro a su reino para que ambos pudieran continuar con su ruta, su misión. Podían optar por regresar a sus respectivos palacios y echar en el baúl de los objetos olvidados la quimera que les había causado el causal infortunio en el puente, pero ninguno se movió.
Me contaron, que en el fondo, la princesa no se quería ir, a pesar de la desconfianza. Según la leyenda, ellos se quedaron allí por mucho tiempo, pues cierta fuerza magnética les obligaba a permanecer. Pero ésta, no es la típica historia de final feliz. La desconfianza les obligaba guardar distancia física y forjar un dique emocional, agarrados cada cual al mango del puñal. Digo "les", en plural, pues supongo que a él también algún tipo de emoción extraña le afectaba, pero la versión de los hechos según el príncipe nunca fue narrada por los bardos y juglares. No descarto la posibilidad de que a él, simplemente, le interesaba cruzar o le divertía verla sulfurar. ¿Quién sabe? Yo le hecho la culpa al embrujo del puñal, pero esa es mi teoría. Y me pregunto constantemente: ¿Por qué el príncipe cargaba otro igual?
Pues bien, como todo en este mundo, se cansaron. La Princesa perdió la esperanza de encontrar la pieza perdida y se regresó al Jardín de las Delicias, pasó el resto de sus días pretendiendo llenar profundos vacíos inmateriales con representaciones materiales, prácticas, controlables.
Al morir, su cuerpo fue enterrado junto al puñal, pero como todo lo material se separa de lo inmaterial con la muerte, quedó liberada del maleficio. Hay quién cuenta que las jóvenes que se acercan a la frontera del río en búsqueda de un romance distinto pueden verla llorar sentada al borde del puente, mirando hacia el otro lado del río. Yo no la he visto, pero puede ser que he ido buscándola a ella, sin pensar en si tengo o no alguna mi pieza perdida. Mejor así, sin precio que pagar, no tener a alguien que extirpar, ni por quién sufrir de más.