sábado, 29 de noviembre de 2014

"Conocer las cosas que lo hacen a uno desgraciado, ya es una especie de felicidad" — François de La Rochefoucauld



                                                     escuchando: Bear McCreary
                                    



    Todo asumía la paleta de claroscuro, la amortiguada luz que atravesaba los ventanales sucios por el paso del tiempo apenas dejaba atravesar la luz necesaria para observar los detalles de la habitación, la misma en que se había encontrado a Angelina. Aun los límites, podía reconocer perfectamente dónde se encontraba.  Se había criado entre aquellas paredes, pasado horas enteras revisando el librero. Era el estudio de Laurenz, en que  éste recibía a sus grandes amigos muchos de ellos eruditos y aristócratas con quienes compartía la afición por el ajedrez; que de tanto verlos jugar odiaba aquel entretenimiento. Allí, junto al sofá estaba la pesaba mesa de palo santo con un tope en marquetería en ébano y sándalo formando el tablero. Se sentó en el sofá y acercó la mesa frente así. Acercó su nariz al tablero, aún quedaba el rastro de  su aroma. La sensación de una extraña calidez húmeda le acarició la punta de la nariz y con la punta de sus dedos recogió los restos de un  líquido oscuro. Lo batió entre sus dedos. Era espeso. Sorprendido miró  hacia la mesilla, de debajo del tablero, escarabajos subían dejando la mancha de oscura de pisadas. Y no fue hasta notar que caminaban deslizándose bajo las mangas de su camisa que como un resorte se levantó del sofá, la mesa cayó al suelo emitiendo un sonido hueco, y fue entonces cuando una estampida de escarabajos salió a la huida en todas direcciones, proveniente de la mesa, notó como buscaban  subir por sus zapatos. 

    Le despertó su propio alarido. Se encontró a si mismo sentando sobre las sabanas húmedas por el sudor. Miró a su lado y una vela encendida iluminaba desde la mesilla junto a la cama. Sin detenerse a pensar en los objetos y piezas de ropa de cama que habían dejado sobre el arca, tomó la vela y caminó hasta el estudio. El restringido círculo que le rodeaba hubiese obligado a cualquiera a reducir el paso, pero su visión permitía más que ello. Podía definir las formas de los objetos a su alrededor, medir los espacios.  Sus pies saltaban un escalón en su precipitado descenso. La puerta se abrió disparada, rebotó contra la pared dejándole encerrado en el estudio. Filippo no se detuvo, cruzó por entre los sofás y mesas, buscando el tablero de juegos.  Alcanzó a verlo adosado a una de las esquinas del salón. Las letras repujadas en los bordes, expresaban palabras que solían perseguirle en sus sueños; el deje de aroma a sándalo y los recuerdos, no fueron suficiente para cambiar su parecer. Estaba convencido de que aquella mesa cargaba en si algún secreto bien guardado, y estaba dispuesto a destruirla si con ello encontraba una respuesta.  La sostuvo con fuerza, gruñó al levantarla del suelo y la cargó hasta la butaca más cercana. Sobre la mesilla colocó la  vela. Al ladear el tablero resonaron las fichas guardadas en las gavetas  laterales, pero también algo más. Tomó la vela y buscó sobre la superficie inferior. Nada. El grosor del tablero era justificado  con compartimientos para las piezas del juego, pero cabía espacio para mucho más. Las fichas cayeron al suelo desparramadas, algunas rodaron hasta tropezar con los muebles en los puntos más remotos de la estancia. No había nada que pareciera un cierre a un compartimiento oculto. Se abalanzó de espaldas sobre el respaldo de la butaca y pateó una de las esquinas de lo que estaba seguro era un cajón. Con una palmada sonora se cubrió el rostro con ambas manos, las que bajó estirando la piel desfigurándose en su bajada. Miró hacia la mesa, le sorprendió ver que su pierna y el tablero estaban alineados; sin embargo, la mesa permanecía en el mismo lugar. Se enderezó y tomó el madero por ambas esquinas.  El peso de las patas sostuvo la mesa en su lugar, pero  el  tablero se había movido hacia la izquierda, cambiando el posicionamiento del cajón. Movió el tablero girándolo hacia la izquierda. Con la vela iluminó el soporte inferior del tablero, un fino y casi imperceptible espacio separaba las patas de la capa inferior de la mesilla, y se dio cuenta que podía girarlo hasta separar ambas piezas. Las palpitaciones se dispararon golpeándole la cavidad torácica.  La alfombra amortiguó parte del golpe cuando el tope cayó sobre el suelo, crujieron las ficha sobre la alfombra al soportar el embate del pesado cajón. Oculto bajo la rosca que unía las piezas había un cerrojo.

    ¿Dónde podían estar ocultas las llaves? Recordó años atrás estar sentado en aquel mismo sillón con libro en mano. Realmente no tenía interés alguno en el leer en aquel momento, pero había buscado el libro que mejor le hiciera lucir cuando llegaran con un nuevo mueble que Laurenz había comprado. No sabía que mueble sería, tampoco le importaba, pero había visto a la hija menor del dueño de la compañía en varias ocasiones, y le interesaba dar buena impresión. El dueño de la compañía llegó con sus empleados a hacer la entrega de un impresionante bargueño de profusa decoración de figuras geométricas formando flores en cada una de sus gavetas rematadas con  pan de oro, un trabajo extraordinario. Ambos se levantaron para admirar aquella pieza, mientras el dueño de la compañía les deleitaba haciendo mención de sus atributos. –“Además de la hermosa decoración. Usted podrá ver que además de la gaveta, posee ciertos compartimientos ocultos, como éste”.  Sin pensarlo se desplazó hacia el bargueño las llaves para abrirlo debían estar guardadas en alguno de aquellos compartimientos. Sacó el tercer cajón a la izquierda localizado en la parte inferior de la parte superior del mueble, levantó una tapa de fina madera que ocultaba el compartimiento, allí  encontró una solitaria llave corroída. La expectativa que arrastra a la ansiedad apenas le permitía llevar el pulso correcto para insertar la pequeña llave, el crujido del cerrojo tardó en escucharse. Abrió la tapa y se encontró con libros forrados en piel. No podía moverse. Con esfuerzo respiró hondo y acercó la mano hacia los libros. No necesariamente tiene que ver contigo. Quizás no es nada, se dijo a si mismo entre pensamientos. Llevaba buscando explicaciones toda una vida, y la corazonada de que las respuestas estaban descritas en aquellas páginas le bombeaba a la cabeza con cada latido de corazón. Acarició las capas exteriores de los libros decidiendo cuál de ellos tomar primero, y tomó el más fino. El libro estaba organizado por fechas, manuscritos por Laurenz. Un diario de observaciones referentes a él. Sacó los libros y los puso en la mesa en orden de fecha. Debía tener alrededor de 15 años cuando comenzaron las anotaciones. ¿Por qué no desde antes? Comentarios que él había hecho, sucesos acaecidos, con una minuciosa descripción y análisis sobre sus reacciones. Le invadió el disgusto de sentirse parte de un experimento, uno distinto al  de la búsqueda de recursos médicos para su extraña enfermedad. Había algo más. Las páginas se sucedían unas a otras y así los libros, sintiéndose observado, analizado, como un espécimen de estudio de laboratorio. Hasta llegar a la fatídica expresión: A pesar de los síntomas usuales que le une a la especie de su padre, son sus instintos sexuales los más curiosos. Es algo en la sangre lo que le llama, como si pudiera evitar desearla y despegar la imagen de la sangre como parte usual del acto sexual. No es la violencia lo que le atrae, su naturaleza pacífica y amena va en contra de tales instintos, pero no hay manera de tener contacto con la sangre que no sea por violencia en las conductas sexuales típicas humanas. Él se repudia por ello, pero la manera en que el describe la situación me parece más  un rasgo común de los amoríos entre vampiros, más que un regusto por la violencia y el dolor en los actos amatorios. He tenido que pagar por servicios distintos y particulares, más que nada por los silencios y repeticiones. El libro se cerró frente así, con los codos sobre la mesa y cabizbajo Filippo no pudo hacer otra cosa que enredar los dedos  de ambas manos en su cabello y halarlo con fuerza hasta doler. Su descontrolado apetito sexual le había causado desprecio a sí mismo, hasta obligarlo a apostar  por la castidad, pero leerlo de la mano de Laurenz era demasiado vergonzoso. Cuando la primera impresión pasó a un segundo plano, ante el interés de continuar la lectura, retomó las letras. No sé cómo llamarlo, no es un khromatorien, ni anakhromatorien, pero ciertamente él no conoce su origen y muestras rasgos típicos del vampiro. Siento no poder explicarle la verdad. Si pudiera sobrellevarla, si me fuera posible,  le explicaría que es parte de cierto grado en  naturaleza. Pero al fin y al cabo, ¿cuál es su naturaleza? Yo no tengo respuesta a dicha pregunta. Sufro con él cuando me expresa lo incomodo que se siente. Es como si se sintiera extraño con su propia naturaleza, y por supuesto que esto es así, él no es humano, al menos no del todo. Lo peor es que cada vez surgen más elementos del vampiro dentro de él. Los ojos de Filippo se detuvieron en aquella línea, rallándose en la lectura de las últimas cuatro palabras, olvidando la última oración de aquella entrada.  Y ahora enamorado, ¿quién le dice que puede o no llevar una relación sentimental humana?

    “El vampiro dentro de él”, “la especie de su padre”, ¿Khromatorien?El vampiro dentro de él”. Sus pupilas saltaban de frases a palabras de forma cíclica. Se llevó las manos a la cabeza al sentir un asalto de sangre que vertiginosamente golpeaba dentro de él. Una aguda punzada en la cabeza le obligó doblarse y cayó arrodillado junto a la mesa. El dolor tardó en pasar, y la intensidad no disminuyó hasta luego, cuando rendido se derrumbó sobre el suelo.   Entró en un estado de letargo en el que sólo mantenía contacto con el mundo real a través del aroma que expedía el camuflaje de sus secretos. No tengo por qué avisar a nadie de mi presencia en este lugar. No quiero saber nada de Laurenz. Laurenz está equivocado.  Esos papeles no significaban nada, ya veré como quemarlos.  Nadie puede leerlos. Me difaman.  Soy  humano. La sala está desierta. No existen secretos. La gente inventa o adjudica a figuras míticas aquello que no pueden explicar de otra manera, y luego el tiempo y la ciencia descubren explicaciones completamente lógicas para lo que se explicaba cómo sobrenatural. Eso es lo que sucede. Aquí no hay nada. Las páginas están vacías. No hay secretos que guardar. Nunca los hubo. Ya pasará. "Conocer las cosas que lo hacen a uno desgraciado, ya es una especie de felicidad". Los vampiros no existen, como no existen las hadas, o la magia. El mundo es real, es natural, es ciencia. Eso no debe impedir que prosiga con mi vida, la búsqueda terminó volví a casa a retomar lo que dejé, lo que pueda. Mi nombre es Filippo van Neuenwald.  ¿Van Neuenwald? Mi nombre Filippo. Filippo. Filippo. Mi nombre es Filippo. Fili... Poco a poco el espacio se desalojaba de muebles y paredes, se dispersaba su espíritu según se alejaba de su ser consiente, se desdoblaba el presente y compartía el espacio con el pasado, con lo que nunca ocurrió, sin dar cabida al futuro, ese espacio vacío y potencial donde no ha ocurrido nada. 

    La luz de la vela murió ahogada en la cera de abeja, y la oscuridad abrazó el cuerpo de Filippo.