lunes, 20 de abril de 2015

Excerpt From: A Tale of Two Cities

“I wish you to know that you have been the last dream of my soul. . . . Since I knew you, I have been troubled by a remorse that I thought would never reproach me again, and have heard whispers from old voices impelling me upward, that I thought were silent for ever. I have had unformed ideas of striving afresh, beginning anew, shaking off sloth and sensuality, and fighting out the abandoned fight. A dream, all a dream, that ends in nothing. . . .”


—Charles Dickens, A Tale of Two Cities”


Excerpt From: Clare, Cassandra. “Clockwork Prince.”

“He slipped it into his jacket pocket just as the ghost began to shimmer and fade. “Hold up, there, Mol. That isn’t all I have come for tonight.”

The spirit flickered while greed warred with impatience and the effort of remaining visible. Finally she grunted. “Very well. What else d’you want?”

Will hesitated. This was not something Magnus had sent him for; it was something he wanted to know for himself. “Love potions—”

Old Mol screeched with laughter. “Love potions? For Will ’erondale? ’Tain’t my way to turn down payment, but any man who looks like you ’as got no need of love potions, and that’s a fact.”

“No,” Will said, a little desperation in his voice. “I was looking for the opposite, really—something that might put an end to being in love.”

“An ’atred potion?” Mol still sounded amused.

“I was hoping for something more akin to indifference? Tolerance?”
She made a snorting noise, astonishingly human for a ghost. “I ’ardly like to tell you this, Nephilim, but if you want a girl to ’ate you, there’s easy enough ways of making it ’appen. You don’t need my help with the poor thing.”

And with that she vanished, spinning away into the mists among the graves. Will, looking after her, sighed. “Not for her,” he said under his breath, though there was no one to hear him, “for me . . .” And he leaned his head against the cold iron gate.”

Excerpt From: Clare, Cassandra. “Clockwork Prince.” Simon & Schuster, Inc., 2011-12-05T23:00:00+00:00. iBooks. 
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domingo, 12 de abril de 2015

"conversando el resto de nuestras vidas en un divino frenesí..." -Lestat Lioncourt



La primera  conversación entre Lestat Lioncourt y Nicolas de Lenfent, en  The Vampire Lestat.

“—No —insistí—. Vería una ciudad espléndida donde nacen grandes ideas en las mentes de ese populacho, ideas que habrán de iluminar hasta el rincón más oscuro de este mundo.

—¡Ah, sois un soñador! —exclamó Nicolás, pero estaba encantado. Cuando sonreía, su belleza destacaba todavía más.

—Y conoceré gente como vos —proseguí—, gente que tiene ideas en la cabeza y verbo fácil para expresarlas, y nos sentaremos en los cafés y beberemos juntos y nos enfrentaremos apasionadamente con palabras y seguiremos conversando el resto de nuestras vidas en un divino frenesí.
El alargó el brazo, me lo pasó en torno al cuello y me besó. Casi volcamos la mesa de lo felices y borrachos que estábamos.

—Mi señor, el matador de lobos —me susurró.

Con la tercera botella de vino, empecé a contar mi vida como nunca lo había hecho: expliqué lo que sentía cada día al adentrarme a caballo por las montañas, al alejarme hasta perder de vista las torres del castillo de mi padre, a cabalgar por los campos arados hasta el lugar donde el bosque parecía casi encantado.

Las palabras comenzaron a fluir de mis “labios como antes lo habían hecho de los suyos, y pronto nos encontramos hablando de mil cosas que habíamos sentido en nuestros corazones, confidencias de secretas soledades, y las palabras parecían fundamentales, como lo habían sido en aquellas raras ocasiones con mi madre. Y mientras describíamos nuestras mutuas añoranzas e insatisfacciones, nos expresábamos con gran vivacidad, con cosas como «¡sí, sí!» y «¡exactamente!», y «entiendo perfectamente a qué os referís», y «sí, claro, uno siente que no puede soportarlo», etcétera.
Otra botella y un nuevo fuego. Le pedí a Nicolás que tocara el violín para mí y corrió a buscarlo inmediatamente a su casa.

Caía ya la tarde. El sol entraba al sesgo por la ventana y el fuego del hogar estaba muy vivo. Y... estábamos muy borrachos. No habíamos llegado a pedir la cena y yo me sentía más feliz que nunca en mi vida. Me acosté en el apelmazado colchón de paja del camastro con las manos detrás de la cabeza, observándole mientras sacaba el instrumento. Se llevó el violín al hombro y empezó a puntear las cuerdas mientras las afinaba ajustando las clavijas. Después levantó el arco y lo dejó caer con fuerza sobre las cuerdas arrancando las notas del violín. Y cada una de ellas era translúcida y vibrante. Nicolás tenía los ojos cerrados, la boca un poco distorsionada, el labio inferior ligeramente ladeado; y lo que me encogió el corazón casi tanto como la propia tonada fue ver cómo todo su cuerpo se fundía en la música, cómo su alma se apretaba al instrumento como si fuera un sensible oído más.

Jamás había escuchado música como aquélla, tales vigor e intensidad, los rápidos y brillantes torrentes de notas que surgían de las cuerdas. Estaba interpretando una pieza de Mozart y tenía toda la alegría, la ligereza y el intenso encanto de cuanto Mozart escribió.

Cuando terminó, yo estaba mirándole, y me di cuenta de que yo tenía mi cabeza apretada entre ambas manos.

—¿Qué os sucede, monseñor? —exclamó él, casi con impotencia. Me puse en pie y le estreché entre mis brazos y le besé en ambas mejillas y besé el violín.

—Deja de llamarme monseñor —le dije—. Llámame por mi nombre.

Me tendí de nuevo en la cama y hundí el rostro en el brazo y rompí a llorar y, una vez hube empezado, no pude parar.

El se sentó a mi lado, me abrazó y me preguntó por qué lloraba, y, aunque no pude explicárselo, advertí que estaba abrumado por el efecto que me había producido su música. En ese instante, no había en Nicolás el menor sarcasmo, la más mínima amargura.
Creo que, esa noche, él me llevó al castillo de mi familia.

Y, a la mañana siguiente, yo estaba en la zigzagueante calle empedrada, delante de la tienda de su padre, arrojando piedrecitas a su ventana.
Y, cuando al fin asomó la cabeza, le pregunté:
—¿Quieres bajar a continuar nuestra conversación?”