escuchando: Bear McCreary
Todo asumía la paleta de claroscuro, la amortiguada
luz que atravesaba los ventanales sucios por el paso del tiempo apenas dejaba
atravesar la luz necesaria para observar los detalles de la habitación, la
misma en que se había encontrado a Angelina. Aun los límites, podía reconocer
perfectamente dónde se encontraba. Se
había criado entre aquellas paredes, pasado horas enteras revisando el librero.
Era el estudio de Laurenz, en que éste
recibía a sus grandes amigos muchos de ellos eruditos y aristócratas con
quienes compartía la afición por el ajedrez; que de tanto verlos jugar odiaba
aquel entretenimiento. Allí, junto al sofá estaba la pesaba mesa de palo santo
con un tope en marquetería en ébano y sándalo formando el tablero. Se sentó en
el sofá y acercó la mesa frente así. Acercó su nariz al tablero, aún quedaba el
rastro de su aroma. La sensación de una extraña
calidez húmeda le acarició la punta de la nariz y con la punta de sus dedos recogió
los restos de un líquido oscuro. Lo batió entre sus dedos. Era espeso. Sorprendido
miró hacia la mesilla, de debajo del
tablero, escarabajos subían dejando la mancha de oscura de pisadas. Y no fue
hasta notar que caminaban deslizándose bajo las mangas de su camisa que como un
resorte se levantó del sofá, la mesa cayó al suelo emitiendo un sonido hueco, y
fue entonces cuando una estampida de escarabajos salió a la huida en todas
direcciones, proveniente de la mesa, notó como buscaban subir por sus zapatos.
Le despertó su propio alarido. Se encontró a si
mismo sentando sobre las sabanas húmedas por el sudor. Miró a su lado y una
vela encendida iluminaba desde la mesilla junto a la cama. Sin detenerse a
pensar en los objetos y piezas de ropa de cama que habían dejado sobre el arca,
tomó la vela y caminó hasta el estudio. El restringido círculo que le rodeaba
hubiese obligado a cualquiera a reducir el paso, pero su visión permitía más
que ello. Podía definir las formas de los objetos a su alrededor, medir los
espacios. Sus pies saltaban un escalón
en su precipitado descenso. La puerta se abrió disparada, rebotó contra la
pared dejándole encerrado en el estudio. Filippo no se detuvo, cruzó por entre
los sofás y mesas, buscando el tablero de juegos. Alcanzó a verlo adosado a una de las esquinas
del salón. Las letras repujadas en los bordes, expresaban palabras que solían
perseguirle en sus sueños; el deje de aroma a sándalo y los recuerdos, no
fueron suficiente para cambiar su parecer. Estaba convencido de que aquella
mesa cargaba en si algún secreto bien guardado, y estaba dispuesto a destruirla
si con ello encontraba una respuesta. La
sostuvo con fuerza, gruñó al levantarla del suelo y la cargó hasta la butaca más
cercana. Sobre la mesilla colocó la vela. Al ladear el tablero resonaron las
fichas guardadas en las gavetas
laterales, pero también algo más. Tomó la vela y buscó sobre la superficie
inferior. Nada. El grosor del tablero era justificado con compartimientos para las piezas del juego,
pero cabía espacio para mucho más. Las fichas cayeron al suelo desparramadas,
algunas rodaron hasta tropezar con los muebles en los puntos más remotos de la
estancia. No había nada que pareciera un cierre a un compartimiento oculto. Se
abalanzó de espaldas sobre el respaldo de la butaca y pateó una de las esquinas
de lo que estaba seguro era un cajón. Con una palmada sonora se cubrió el
rostro con ambas manos, las que bajó estirando la piel desfigurándose en su
bajada. Miró hacia la mesa, le sorprendió ver que su pierna y el tablero
estaban alineados; sin embargo, la mesa permanecía en el mismo lugar. Se
enderezó y tomó el madero por ambas esquinas. El peso de las patas sostuvo la mesa en su
lugar, pero el tablero se había movido hacia la izquierda,
cambiando el posicionamiento del cajón. Movió el tablero girándolo hacia la
izquierda. Con la vela iluminó el soporte inferior del tablero, un fino y casi
imperceptible espacio separaba las patas de la capa inferior de la mesilla, y
se dio cuenta que podía girarlo hasta separar ambas piezas. Las palpitaciones
se dispararon golpeándole la cavidad torácica. La alfombra amortiguó parte del golpe cuando
el tope cayó sobre el suelo, crujieron las ficha sobre la alfombra al soportar
el embate del pesado cajón. Oculto bajo la rosca que unía las piezas había un
cerrojo.
¿Dónde podían estar ocultas las llaves? Recordó años atrás estar
sentado en aquel mismo sillón con libro en mano. Realmente no tenía interés
alguno en el leer en aquel momento, pero había buscado el libro que mejor le
hiciera lucir cuando llegaran con un nuevo mueble que Laurenz había comprado.
No sabía que mueble sería, tampoco le importaba, pero había visto a la hija
menor del dueño de la compañía en varias ocasiones, y le interesaba dar buena
impresión. El dueño de la compañía llegó con sus empleados a hacer la entrega
de un impresionante bargueño de profusa decoración de figuras geométricas
formando flores en cada una de sus gavetas rematadas con pan de oro, un trabajo extraordinario. Ambos
se levantaron para admirar aquella pieza, mientras el dueño de la compañía les
deleitaba haciendo mención de sus atributos. –“Además de la hermosa decoración.
Usted podrá ver que además de la gaveta, posee ciertos compartimientos ocultos,
como éste”. Sin pensarlo se desplazó hacia el bargueño las llaves
para abrirlo debían estar guardadas en alguno de aquellos compartimientos. Sacó
el tercer cajón a la izquierda localizado en la parte inferior de la parte
superior del mueble, levantó una tapa de fina madera que ocultaba el
compartimiento, allí encontró una
solitaria llave corroída. La expectativa que arrastra a la ansiedad apenas le
permitía llevar el pulso correcto para insertar la pequeña llave, el crujido del
cerrojo tardó en escucharse. Abrió la tapa y se encontró con libros forrados en
piel. No podía moverse. Con esfuerzo respiró hondo y acercó la mano hacia los
libros. No necesariamente tiene que ver
contigo. Quizás no es nada, se dijo a si mismo entre pensamientos. Llevaba
buscando explicaciones toda una vida, y la corazonada de que las respuestas
estaban descritas en aquellas páginas le bombeaba a la cabeza con cada latido
de corazón. Acarició las capas exteriores de los libros decidiendo cuál de
ellos tomar primero, y tomó el más fino. El libro estaba organizado por fechas,
manuscritos por Laurenz. Un diario de observaciones referentes a él. Sacó los
libros y los puso en la mesa en orden de fecha. Debía tener alrededor de 15
años cuando comenzaron las anotaciones. ¿Por qué no desde antes? Comentarios
que él había hecho, sucesos acaecidos, con una minuciosa descripción y análisis
sobre sus reacciones. Le invadió el disgusto de sentirse parte de un experimento,
uno distinto al de la búsqueda de
recursos médicos para su extraña enfermedad. Había algo más. Las páginas se
sucedían unas a otras y así los libros, sintiéndose observado, analizado, como
un espécimen de estudio de laboratorio. Hasta llegar a la fatídica expresión: A pesar de los síntomas usuales que le une a
la especie de su padre, son sus instintos sexuales los más curiosos. Es algo en
la sangre lo que le llama, como si pudiera evitar desearla y despegar la imagen
de la sangre como parte usual del acto sexual. No es la violencia lo que le
atrae, su naturaleza pacífica y amena va en contra de tales instintos, pero no
hay manera de tener contacto con la sangre que no sea por violencia en las
conductas sexuales típicas humanas. Él se repudia por ello, pero la manera en
que el describe la situación me parece más un rasgo común de los amoríos entre vampiros,
más que un regusto por la violencia y el dolor en los actos amatorios. He
tenido que pagar por servicios distintos y particulares, más que nada por los
silencios y repeticiones. El libro se cerró frente así, con los codos sobre
la mesa y cabizbajo Filippo no pudo hacer otra cosa que enredar los dedos de ambas manos en su cabello y halarlo con
fuerza hasta doler. Su descontrolado apetito sexual le había causado desprecio
a sí mismo, hasta obligarlo a apostar por
la castidad, pero leerlo de la mano de Laurenz era demasiado vergonzoso. Cuando
la primera impresión pasó a un segundo plano, ante el interés de continuar la
lectura, retomó las letras. No sé cómo
llamarlo, no es un khromatorien,
ni anakhromatorien, pero ciertamente él no conoce su origen y muestras
rasgos típicos del vampiro. Siento no poder explicarle la verdad. Si pudiera
sobrellevarla, si me fuera posible, le
explicaría que es parte de cierto grado en naturaleza. Pero al fin y al cabo, ¿cuál es su
naturaleza? Yo no tengo respuesta a dicha pregunta. Sufro con él cuando me
expresa lo incomodo que se siente. Es como si se sintiera extraño con su propia
naturaleza, y por supuesto que esto es así, él no es humano, al menos no del
todo. Lo peor es que cada vez surgen más elementos del vampiro dentro de él. Los
ojos de Filippo se detuvieron en aquella línea, rallándose en la lectura de las
últimas cuatro palabras, olvidando la última oración de aquella entrada. Y ahora
enamorado, ¿quién le dice que puede o no llevar una relación sentimental
humana?
“El vampiro dentro de él”, “la especie de su padre”, ¿Khromatorien? “El vampiro dentro de él”. Sus pupilas saltaban de frases a palabras de forma cíclica. Se llevó las manos a la cabeza al sentir un asalto de sangre que vertiginosamente golpeaba dentro de él. Una aguda punzada en la cabeza le obligó doblarse y cayó arrodillado junto a la mesa. El dolor tardó en pasar, y la intensidad no disminuyó hasta luego, cuando rendido se derrumbó sobre el suelo. Entró en un estado de letargo en el que sólo mantenía contacto con el mundo real a través del aroma que expedía el camuflaje de sus secretos. No tengo por qué avisar a nadie de mi presencia en este lugar. No quiero saber nada de Laurenz. Laurenz está equivocado. Esos papeles no significaban nada, ya veré como quemarlos. Nadie puede leerlos. Me difaman. Soy humano. La sala está desierta. No existen secretos. La gente inventa o adjudica a figuras míticas aquello que no pueden explicar de otra manera, y luego el tiempo y la ciencia descubren explicaciones completamente lógicas para lo que se explicaba cómo sobrenatural. Eso es lo que sucede. Aquí no hay nada. Las páginas están vacías. No hay secretos que guardar. Nunca los hubo. Ya pasará. "Conocer las cosas que lo hacen a uno desgraciado, ya es una especie de felicidad". Los vampiros no existen, como no existen las hadas, o la magia. El mundo es real, es natural, es ciencia. Eso no debe impedir que prosiga con mi vida, la búsqueda terminó volví a casa a retomar lo que dejé, lo que pueda. Mi nombre es Filippo van Neuenwald. ¿Van Neuenwald? Mi nombre Filippo. Filippo. Filippo. Mi nombre es Filippo. Fili... Poco a poco el espacio se desalojaba de muebles y paredes, se dispersaba su espíritu según se alejaba de su ser consiente, se desdoblaba el presente y compartía el espacio con el pasado, con lo que nunca ocurrió, sin dar cabida al futuro, ese espacio vacío y potencial donde no ha ocurrido nada.
La luz de
la vela murió ahogada en la cera de abeja, y la oscuridad abrazó el cuerpo de
Filippo.