La primera conversación entre Lestat Lioncourt y Nicolas de Lenfent, en The Vampire Lestat.
“—No —insistí—. Vería una ciudad espléndida donde nacen grandes ideas en las mentes de ese populacho, ideas que habrán de iluminar hasta el rincón más oscuro de este mundo.
—¡Ah, sois un soñador! —exclamó Nicolás, pero estaba encantado. Cuando sonreía, su belleza destacaba todavía más.
—Y conoceré gente como vos —proseguí—, gente que tiene ideas en la cabeza y verbo fácil para expresarlas, y nos sentaremos en los cafés y beberemos juntos y nos enfrentaremos apasionadamente con palabras y seguiremos conversando el resto de nuestras vidas en un divino frenesí.
El alargó el brazo, me lo pasó en torno al cuello y me besó. Casi volcamos la mesa de lo felices y borrachos que estábamos.
—Mi señor, el matador de lobos —me susurró.
Con la tercera botella de vino, empecé a contar mi vida como nunca lo había hecho: expliqué lo que sentía cada día al adentrarme a caballo por las montañas, al alejarme hasta perder de vista las torres del castillo de mi padre, a cabalgar por los campos arados hasta el lugar donde el bosque parecía casi encantado.
Las palabras comenzaron a fluir de mis “labios como antes lo habían hecho de los suyos, y pronto nos encontramos hablando de mil cosas que habíamos sentido en nuestros corazones, confidencias de secretas soledades, y las palabras parecían fundamentales, como lo habían sido en aquellas raras ocasiones con mi madre. Y mientras describíamos nuestras mutuas añoranzas e insatisfacciones, nos expresábamos con gran vivacidad, con cosas como «¡sí, sí!» y «¡exactamente!», y «entiendo perfectamente a qué os referís», y «sí, claro, uno siente que no puede soportarlo», etcétera.
Otra botella y un nuevo fuego. Le pedí a Nicolás que tocara el violín para mí y corrió a buscarlo inmediatamente a su casa.
Caía ya la tarde. El sol entraba al sesgo por la ventana y el fuego del hogar estaba muy vivo. Y... estábamos muy borrachos. No habíamos llegado a pedir la cena y yo me sentía más feliz que nunca en mi vida. Me acosté en el apelmazado colchón de paja del camastro con las manos detrás de la cabeza, observándole mientras sacaba el instrumento. Se llevó el violín al hombro y empezó a puntear las cuerdas mientras las afinaba ajustando las clavijas. Después levantó el arco y lo dejó caer con fuerza sobre las cuerdas arrancando las notas del violín. Y cada una de ellas era translúcida y vibrante. Nicolás tenía los ojos cerrados, la boca un poco distorsionada, el labio inferior ligeramente ladeado; y lo que me encogió el corazón casi tanto como la propia tonada fue ver cómo todo su cuerpo se fundía en la música, cómo su alma se apretaba al instrumento como si fuera un sensible oído más.
Jamás había escuchado música como aquélla, tales vigor e intensidad, los rápidos y brillantes torrentes de notas que surgían de las cuerdas. Estaba interpretando una pieza de Mozart y tenía toda la alegría, la ligereza y el intenso encanto de cuanto Mozart escribió.
Cuando terminó, yo estaba mirándole, y me di cuenta de que yo tenía mi cabeza apretada entre ambas manos.
—¿Qué os sucede, monseñor? —exclamó él, casi con impotencia. Me puse en pie y le estreché entre mis brazos y le besé en ambas mejillas y besé el violín.
—Deja de llamarme monseñor —le dije—. Llámame por mi nombre.
Me tendí de nuevo en la cama y hundí el rostro en el brazo y rompí a llorar y, una vez hube empezado, no pude parar.
El se sentó a mi lado, me abrazó y me preguntó por qué lloraba, y, aunque no pude explicárselo, advertí que estaba abrumado por el efecto que me había producido su música. En ese instante, no había en Nicolás el menor sarcasmo, la más mínima amargura.
Creo que, esa noche, él me llevó al castillo de mi familia.
Y, a la mañana siguiente, yo estaba en la zigzagueante calle empedrada, delante de la tienda de su padre, arrojando piedrecitas a su ventana.
Y, cuando al fin asomó la cabeza, le pregunté:
—¿Quieres bajar a continuar nuestra conversación?”