Evidentemente, fue escrito a flujo de conciencia. Se darán cuenta por la
escasa descripción de los lugares, vestidos, muebles y otros. Aun no
he leído con el debido detenimiento. Iré mejorándolo luego. No quería subirlo, estoy buscando
la forma de controlar la compulsión de subir pedazos que escribo, pero en este
caso, no pude evitarlo. Nunca había escrito algo así y tengo sentimientos encontrados
al respecto. Además, conocer a Filippo así…
No lo sé, es muy raro.
Había recorrido millas enteras por entre las calles de los barrios de la
ciudad. Cada paso hacia al frente era un acto inconsciente, en automático. El
ruedo de los pantalones manchados de tierra, aguas estancadas y desperdicios
comenzaban a pesar; según subía la mancha de humedad por las piernas. De algún
modo, había conseguido cruzar a pie una enredada y absurda ruta incapaz de
repetirse, a menos que con un hilo rojo
se trazase el camino desde el punto de partida, hasta alcanzar el final. No
había a dónde ir, ni a quien buscar, nada tangible que querer o encontrar. Y,
cómo no había nada que alcanzar, sus pasos se abalanzaron hacia la vacuidad,
porque detenerse le causaba vértigo.
Ya amanecía cuando se encontró frente a la aldaba con el enorme y maldito rosetón,
que desde que tenía uso de razón había decorado el portal. Ahora, ya conociendo
su realidad, sus ojos pudieron formar la figura del escarabajo perdido
entre los pétalos de hierro. Lo miró
incrédulo de no haberlo notado antes; ahora le era tan evidente su presencia,
que sintió vergüenza. Empujó la puerta y,
cómo supuso, la encontró abierta. Con la
vista fija al frente, caminó hasta alcanzar habitación, si alguien le trató de
hablar, o llamar su atención, no hizo caso, no lo vio, no escuchó; fue incapaz
de identificar cualquier otro espectro fuera de los habitantes de su pesadilla.
Ya en su habitación, a oscuras, se dejó caer sentado sobre el colchón. Se
acarició las rodillas, al sentir el malestar provocado por una caminata
accidentada por horas enteras. Le temblaban las manos; el cansancio no era
capaz de mitigar su aletargada intranquilidad. A pesar de la oscuridad ocupaba
la habitación, podía definir los muebles, la vela dispuesta sobre la mesilla,
que esperaba a ser prendida, la leve ondulación
formada por la cadena de libros organizados en el estrecho librero de madera sobre el escritorio;
hasta podía diferenciar los diseños
geométricos en marquetería, los tiradores de las gavetas con sus diseños
florares repujados y el tamaño de cada una de ellas.
A través de la ranura que separaba las compuertas de la ventana, comenzaba
a dibujarse una fina línea de luz, y posó su vista sobre ella por el tiempo suficiente
para que ésta, con fuerza, alcanzara trazar su fogosa silueta sobre el suelo. Se dejó caer hacia atrás, y
el cansancio lo sumió en un aletargado descanso que se apodero de Filippo hasta entrada la noche.
-Filippo, despierta. Es hora de partir.
Abriendo sus ojos, parpadeo varias veces. La luz de medio día le cegó
dejándole a la vista la sombra oscura de una cabeza con cabellos largos que se
mecían con suavidad. Según sus pupilas se acostumbraron a los rayos de luz, las
suaves facciones de un rostro conocido se definieron. Se desperezó irguiendo su
cuerpo hasta quedar asiento sobre la tierra. Cerró los ojos afectado por la
luminosidad encontrada de frente, al abrirlos la negrura surcaba los cielos
ribeteados de centelleantes estrellas. Jamás había visto un panorama tan
magnífico, las nubes viajaban en ondeante formas que se definían y desasían según
los antojos de las manos del viento; sin embargo, la brisa era acariciante. Frente
a él, sentada al borde del acantilado, una figura femenina miraba el horizonte. Caminó a ella. Ana Isabel levantó el rostro y
le miró sonreída diciendo, Está hermosa la noche, ¿te parece? Filippo fue
incapaz de dar una segunda mirada al mar iluminado por el camino de plata de la
luna. Deslumbrado por la brillante desnudez sólo vestida por el abultado y
ondulado cabello oscuro de Ana Isabel.
¿Estás listo? ¿Quieres irte?, dijo nuevamente, sujetando sus rodillas
abrazadas al pecho.
¿A dónde?, preguntó tomando asiento a su lado, despejó su hombro, sintió
una frialdad ajena al calor humano, cuándo sus labios entraron en contacto con
su piel. ¿A dónde puedes querer irte?, preguntó.
¿Tomemos el puente? Marchémonos de aquí, dijo Ana Isabel señalando al
horizonte. Filippo se forzó a sí mismo a mirar hacia el punto señalado por el
delgado y largo brazo. No pudo divisar
puente alguno. ¿De qué puente hablas? Como si fuese capaz de observar el
puente Isabel lo describió: el puente de
niebla y luz, ese que parece de cristal,
que refleja tantos colores. Es hermoso. Intentó, nuevamente, seguir la ruta de
la mirada de Ana Isabel, pero fue incapaz de ver algo aparte de alguno que otro
barco alejándose a la distancia. Isabel, no entiendo de qué hablas, dijo con
cuidado para no dañar el momento. Ella contestó sonriendo con la mirada, ¡Que
importa! Podemos ir a cualquier lugar. ¿No te parece maravilloso?
Antes de que Filippo pudiese reaccionar Ana Isabel se lanzó en clavado al
mar. Asustado, se incorporó, y sin preocuparse con que se encontraría, se lanzó
tras ella. El agua le cubrió completo, sin que el cambio de temperatura le
afectara.
Al levantar su rostro sobre el
agua, Ana Isabel le esperaba. Nadó hasta alcanzarla. Abrazó su cuerpo desnudo.
La íntima cercanía le permitió observar su piel, ahora tensa y elástica, como de una adolecente. Sin
embargo, esa tersa juventud era contradicha por la mirada madura, era el rostro
que abandonó al marchase, pero con la madurez de la Ana Isabel que encontró luego
de años. La apretó, acercando a sí diciendo entre dientes, No me hagas esto de
nuevo; pudo sucederte algo.
¡Qué importa ya! No hay peligro
humano suficiente. Por entre la sonrisa de Ana Isabel comenzaron a perfilarse dos filosas protuberancias junto a sus incisivos
superiores. Ana Isabel levantó sus piernas rodeándolo, y en el abrazó, sus
dientes penetraron el cuello de Filippo. El torrente de sangre que a velocidad atravesaba
las incisiones en su cuello le despertó
a sensaciones antes sólo imaginadas. La
sorpresa despertó instintos que antes luchaba por contener y su cuerpo cedió a la emociones. Echando su
rostro hacia atrás, abriéndose las
posibilidades del beso, incapaz de mantenerse a flote, se hundieron en oscuridad de las aguas.
Cayó sentado en la misma posición y lugar que había permanecido horas
atrás. Se encontró en la habitación solo, la marca del día se había borrado del
suelo. Le faltó el aire y corrió a la ventana abriéndola de par en par. Prendió
la vela de mesilla, y en la esquina contraria un resplandor verduzco se iluminó
en la puerta del armario. La luz de la vela iluminó el grueso tafetán verde
esmeralda, de un vestido que conocía bien. El vestido que había solicitado la última noche que había
pasado allí, con ella, antes de que hubiese tenido que huir. Una nota colgaba del
atuendo que en letras estiradas e irregulares leía: Aquí está el vestido, pero no estás tú. No había firma, no se necesitaba
firma alguna, la firma la llevaba el vestido, la caligrafía afectada; todo en
la escena llevaba la firma de Ana Isabel.
Comenzó a temblar incontrolablemente. Abrió la boca para gritar, sin
embargo, fue incapaz de emitir sonido, bramaba por dentro, con todo su cuerpo,
pero la voz le traicionó, impidiéndole emitir el más mínimo sonido. Deseaba
llorar a pulmón abierto, hasta ahogarse.
El gancho de madera se partió al ser arrancado el vestido con ira
descontrolada. Le dolía hasta el imaginario olor a su perfume. Salió escaleras
abajo, atravesó el pasillo, sintió la voz Laurenz que le hablaba y gritó:
Cuando regrese no quiero a nadie aquí. O
eso creyó decir. Tiró la puerta tras de sí,
y desbocado se lanzó calle abajo.
Recordaba un prostíbulo cercano, cerca de la calle Mesones, al que solía
visitar en su juventud, y llegó a él sin pensar en la posibilidad de que la
madame pudiese reconocer su rostro; realmente, luego de que le sirviera bien,
no le importaba lo que pensase.
Al llegar, no quiso dar cuentas de su petición a nadie que no fuese la
estirada mujer sesentona, señora dueña de ese centro de entretenimiento para
caballeros. Había cambiado la decoración, ahora, desde el momento en que
entrabas el terciopelo rojo sangre forraba los asientos, la imponente lámpara de
araña que colgaba del techo fue substituida por una más módica, el resplandor
del cristal anterior había sido reemplazado por un vidrio opaco, probablemente
más económico. Notar semejante detalle, en penumbras, le hizo suspirar en exasperación.
Al escuchar el apellido, la mujer
abandonó sus quehaceres y con dos copas de vino fue a su encuentro. Antes de
que ella pudiera fijar su mirada y descubrir rasgos sospechosos Filippo dijo, Soy
hijo de Filippo van Neuenwald, Don Felipe. Deseo compañía en la privacidad de
mi hogar esta noche. Una mujer que quepa en éste vestido. Tomó la copa, y puso
en la arrugada mano llena de pulseras y
sortijas incrustadas de piedras semipreciosas, una pesada bolsa de dinero, asegurando su
servicio y su abstención a preguntas impertinentes. Luego de que notó que la
madame había calculado el peso, entregó el amplio vestido.
La madame levantó los lentes que llevaba colgados al cuello, y midió a ojo el tamaño y valor de aquellas telas. Muy
buena calidad, pero también muy pasado de moda, podría ser un vestido de su
madre, pensó. Años de un servicio
excepcional, alto nivel de discreción, y su abstención a ejercer juicios – por lo menos a no
reflejarlos de manera alguna - la habían
llevado a convertirse en dueña del burdel más cotizado de Granada; no había
espacio para preguntas e indiscreciones, siempre que hubiese una resonante
bolsa de monedas en su mano. Entre más específicos y extraños los apetitos,
mejor pagados eran, y eso le llenaba el bolsillo y su avejentado corazón. Se marchó a buscar, entre sus
muchachas, la agraciada en portar el antojo de Don Felipe.
Soledad, una joven que apenas llevaba unas semanas en aquella casa de
entretenimiento, fue la única a la que le sirvió el mismo. La madame, sabiendo
que era inexperta, y que los precedentes establecidos por el padre de aquel
hombre eran particulares, le advirtió que
dejase complacido al señor, que de ello dependía si permanecía bajo su
tutela.
Soledad, acarició ambos lados de su torso siguiendo la línea hasta su
cintura donde la falda se abultaba formando unas enormes caderas demarcadas por
las ballenas ocultas bajo las telas. Se admiró
a sí misma, adornada por una fina demarcación de cuello y mangas en amplios encajes en dorado. Nunca había
vestido telas tan lujosas, con terminaciones detalladas y puntillosas; el que
no respondiera al estilo en boga, le daba igual. Recogió su cabello ceniciento
en un chignon depurado, pero fácil de desatar. Armada con toda la sensualidad y
seguridad que pudiera proyectar, deslizó los brazos con una suavidad etérea, a través
de la cortina que separaba el recibidor de la taberna, saliendo al encuentro de uno de sus primeros
clientes. Frente a ella, encontró con un hombre joven, delgado, de largas piernas, que
inquieto daba zancadas de un lado a otro, hablando para sí mismo. Cuando sintió
la presencia de alguien más en la habitación, Filippo levantó su rostro, estaba
despeinado y llevaba la ropa estrujada, pero detrás de las infladas ojeras violáceas brillaba, a través de sus pestañas,
una deslumbrante mirada perdida y rota. Una punzada atravesó su pecho al
encontrar la mirada con la suya. Filippo, en aras de ser cortés, bajó su
rostro en señal de saludo. El contraste de sus largas y abultadas cejas rectas
y oscuras como el ónix, su piel blanquecina y rosado pálido de unos labios carnosos,
la desarmó de tal modo, que se enamoró de él en un suspiro.
Caminó hacía él intentando aferrase a su desvanecido arte de seducción,
pues, sin Filippo pretenderlo, la había desarmado. Intentó dirigirle algunas
palabras aduladoras, cómo se le había enseñado, pero él le detuvo, antes de
poder bien comenzar. No te preocupes por esas cosas. Iremos a casa esta noche,
y me asegurare de traerte de vuelta al terminar, para pagar el resto, y
asegurarme de que no te suceda nada. Por favor, camina a mi casa frente a mí,
yo te iré diciendo el camino, quiero verte caminar airosa con ese vestido.
La muchacha, levantando sus hombros y barbilla, logró disimular su
confusión. Cada seguro, pero incierto, paso que daba hacia algún lugar
desconocido, era iluminado por la lámpara de aceite que cargaba entre sus dedos
con delicadeza. A pesar de estar cubierto de cristal, mantenía la luminaria alejada
del vestido. El contoneo levemente
exagerado de sus caderas pretendía hacerla dueña de aquella tela, y entendía
que se meneaba con garbo dentro del vestido. Hasta que miró hacia atrás, encontrándose
como el rostro inexpresivo de Filippo que avanzaba con la mirada
puesta en su espalda, y sus manos
guardas en el interior de bolsillo del frac.
Se sintió confundida a entrar entre las angostas calles del Albaicín, y
subiendo la cuesta, tuvo que esforzarse por no perder la gracia, ni pisar
charcos que pudieran arruinar el vestido, y enfurecer al señor. Miraba alrededor
pensando en cómo era posible que un hombre con el dinero necesario para pagar
por ese vestido, por el servicio extra de llevarla a su hogar, pudiera vivir en
un barrio tan abandonado como el Albaicín. Antes de poder cavilar teorías
acerca de un engaño, de un robo del vestido. Escuchó la voz de Filippo que le señalaba su
hogar. Frente a ella un alto y amplio portal, que separaba la sinuosa calle
enmugrecida de una residencia bien.
Bienvenida mi hogar, Filippo le dijo en voz baja. Tímidamente la muchacha
sonrió bajando el rostro. La tomó por la cintura y levantó su barbilla con
cuidado, hasta dar con su mirada, la lámpara que la muchacha cargaba en su mano
era suficiente para iluminar ambos rostros: Muchacha, no necesito que seas
atrevida. Yo lo haré todo. No te marcharás hasta que hayamos terminado. Estarás
bien. No hablarás con nadie sobre esto. Yo cuidaré de ti.
Esperó a ver en sus ojos su aprobación, un entendimiento forzado por su
recién descubierta capacidad de convencimiento. Y dirigió el camino hasta su habitación
en la segunda planta. Según caminaban hacia su habitación, Soledad admiraba la alberca
y la fuente iluminadas por las luces nocturnas, se le antojaron de ensueño. Llegados
a la habitación, Filippo le indicó que se tomara asiento sobre su cama. Dándole
la espalda, se dirigió al escritorio del que comenzó a sacar algunas cosas, de
su interior afloró un quejido gutural, que pretendía no ser escuchado. La
muchacha al escucharlo, preguntó si le sucedía
algo. No recibió respuesta, y Filippo
tardó en regresar a ella, con una pluma y un bote de tinta en mano.
Sentado frente a ella, despejo su pecho, y con cuidado de no derramar la
tinta sobre el vestido, comenzó a trazar letras en el cuello de la muchacha, en
el escote libre del traje, en los brazos, una y otra vez en tinta roja, una
tinta incapaz de realizar líneas uniformes, de no gotear. Pronto se le acabó, y
esta vez Filippo no ocultó el origen de la misma, ni el proceso por el que
adquirió el producto espeso y carmesí. Cubrió el pulgar de su mano derecha con una uña de metal de
punzante y afilada punta que le cubría hasta medio dedo. Se abrió una herida en
la muñeca, sobre una que ya comenzaba a desaparecer. La muchacha abrió los ojos en espanto, pero fue incapaz de
protestar, de separarse. Miró cómo Filippo acumulaba el líquido rojo que su
vena despachaba en un lento chorro cayendo
a cuenta gotas dentro del corto envase.
Una vez más, la herida comenzó secarse dejando un revestimiento negruzco
trazando la línea de la incisión. Volvió a repetir el proceso. Dentro de su
cabeza, la muchacha formulaba preguntas y exclamaciones imposibles de
exteriorizar.
Filippo, a su vez, liberando su torso de los botones cubiertos de tela,
lazos y encajes, continuó escribiendo palabras que terminaban en garabatos, una
y otra vez, su nombre, el nombre de su
fenecido amor, su reclamo. Frases cómo te marchaste antes de comenzar. Te
vengaste. Ahora, ¿qué hago si ya no estás aquí?
Comenzó a acariciarla según bajaba el vestido, según se acababa la coloración
rojiza, según iba deseando desesperadamente agarrarla entre sus brazos. Lo que
antes eran palabras esbozadas en una caligrafía incompleta, ahora se hacía
manchones rojos que se regaban a través de su cuerpo. Le acariciaba con el
cuidado necesario para que la uña de metal no arruinara su piel. El calor de la
tez de la muchacha, con su revestimiento de grana, le forzó a apresuradamente quitarse
la ropa, a abalanzarse sobre ella a pasarle la lengua por los pezones erectos
por el fresco y la dócil cosquilla provocada por el suave rasgar de la punta de
la pluma. Los agarró entre la punta de sus incisivos, los haló con
cuidado, con suavidad para no provocarle
dolor. Acrecentándose la intensidad de
su alocado conjuro, perdía la batalla a
las sensaciones, resquebrajando su autocontrol. Hacía tanto tiempo, hacía
demasiado. Esperó demasiado. Nunca hubo el momento, y el tiempo se pasó.
Cerró los ojos, se dejó ir el sueño de un apetito frustrado, queriendo
rescatar lo que fuese capaz, por mentira que pudiera ser. De momento, quien, junto
a él, ocupaba la habitación era la mujer
del cabello oscuro de ondas largas y abiertas hasta alcanzar la cintura, la mujer
del pecho amplio y redondo, de la cintura estrecha, por la que tanto deseaba
agarrarse y arar con sus anchas caderas su irrefrenable erección. La sentó
sobre él, pero no encontró la proporción de caderas y cintura que esperaba, aun
así no se negó a la idea vivir la experiencia que anhelaba, por insana que
fuese. Ana Isabel se movía dando cortos saltos sobre él, al ritmo impuesto por
sus manos, que con paranoica firmeza apretaba entre sus dedos su única
oportunidad. La deseaba tanto que sus labios se ajustaban a la forma de las
sílabas que formaban su nombre, una y otra vez.
Los suspiros y quejidos anhelantes le incitaban a penetrar con más furia,
una rabia ciega que lo llevó a, estando dentro,
levantarla y acostarse sobre ella. La invistió varias veces más y
saliendo de ella, acercó su boca a su entrepierna. Aplastando su nariz sobre su
sexo, inhalando el aroma a mujer, a sudor acumulado entre los bellos púbicos,
metió la lengua por entre sus labios, y sintió el calor húmedo que despedía y aumentaba
según el placer la hacía olvidar para qué estaba allí.
La muchacha, Ana Isabel, se abrió totalmente de piernas y sin poder
soportar más la visión de unos labios rojizos de deseo, rasgó suavemente con su
uña metálica el sexo de la muchacha, la sangre se le resbalaba por entre la
comisura de sus labios. Pasaba la lengua por la herida en su sexo, consumiendo cuando podía hasta terminarse. Y
aun terminada siguió hasta sentir temblar los muslos. Se limpió la sangre que
resbalaba por los lados de su boca y la limpió cuidadosamente esparciéndola sobre
su pecho desnudo, intercambiando sangre como un conjuro. Volvió sobre ella
penetrándola, envuelto en su historia erótica, con ambas manos, con una fuerza
estranguladora rasgó la yugular de
muchacha. La sangre, la bendita sangre, la vida le llenaba la boca de un salado
delicioso que lo propulsaba a succionar. De momento, a la realidad le trajo una
desesperada convulsión de silentes sollozos. Miró la muchacha, Ana Isabel se había marchado. Y por un
segundo, se sintió sofocado. De vuelta al presente. La muchacha miraba al techo
con ojos temblorosos mientras resbalaban lágrimas de dolor y terror por sus
mejillas. Se separó de ella. La mancha de sangre en su colchón no dejaba de
crecer, según la sangre continuaba fluyendo hacia el exterior con cada latido
del corazón. La miró desconcertado. Ansioso, de la mesilla, agarró el bote de
hemolixir y con pulso palpitante lo mezcló con unas gotas de su propia sangre, derramando la mixtura sobre el cuello y el
sexo de la muchacha. Los cortes cedieron a poción, deteniendo su derrama, cerrándose a
una velocidad inaudita. Ya no dolían. Fue a la cocina, y trajo cuanto encontró
para que la muchacha comiera; la muchacha comía mientras lloraba en silencio.
Toma el vino, te hará bien, le dijo avergonzadamente confundido. La muchacha
agarró la copa y la tomó de un solo golpe; lo que le renovó el color, sin percibir
algún sabor ajeno. La muchacha, frágil en su ensangrentada desnudez, lloraba en
silencio. ¿Cuál era su nombre? Ni siquiera sabía cómo llamarla. Le había hecho
un daño irreparable. No podía hacerla olvidar. Ni siquiera sabía cómo llamarla;
que decirle para consolarla. Le dolieron los ojos al mirar sus rostro cabizbajo
cubierto por mechones de cabello enredado, sus hombros hundido, la viva imagen
de la indefensión, y cómo permanecía a
su lado por la orden hipnótica antes recibida. Filippo la tomó entre sus brazos
e intentó hacerla olvidar con delicadezas, apartar su terror, lo intentó varias
veces, pero le fue imposible; las emociones ya se habían apoderado de chica, y
su control no era suficiente para salva eso.
Filippo comenzó a llorar, se sentía arrepentido de haberla llevado hasta
allí para cumplir un enviciado deseo con una mujer que ya no habitaba la
tierra, una mujer de la que nunca más volvería escuchar. Algo que
racionalmente, ni siquiera deseaba someter a aquella mujer. Lloraba de forma convulsa, quería hablar pero
las palabras se atragantaban entre los sollozos y los suspiros. Se aruñó la piel y la uña metálica abrió un surco
sobre su brazo dejando línea de sangre desfilar hacia la mano. Era una
bestia, una monstruosidad. Sentía asco de sí mismo. No
sabía si lloraba por remordimiento por haberle hecho daño a la muchacha, por
haber abandonado por tantos años a Ana Isabel o por pena a sí mismo, o por todo
a la vez.
Sabía que ella sería incapaz de decir algo sobre ese asunto, que no
abandonaría aquella habitación hasta que él se lo ordenase, había sido
compelida a ello. De momento, unos dedos delgados con suavidad se enredaron en
los mechones de su cabello húmedo por sangre y sudor. Una lejana caricia que pretendía
consolar, pero que a su vez buscaba contacto humano, para sentirse acompañada
en su desolación. Filippo se abalanzó sobre ella, esta vez, buscando refugio.
La muchacha sin pronunciar palabra permitió que Filippo se enterrara ocultando
su rostro en su pecho. La muchacha sin nombre le abrió espacio, le acarició el cabello entre llantos, ella en silencio y él, a gritos, llamándose
monstruo, pidiendo perdón.