sábado, 25 de julio de 2015

Las disculpas sólo se trazan en la caligrafía del aquel entonces.






Que nunca se pierda del todo el envío de correspondencia a puño y letra

Era media mañana cuando consiguió la privacidad para sentarse en su  escritorio; una mesa en caoba, sostenida por patas esculpidas en forma de liras pintadas de bronce, oculta bajo la cantidad de objetos sobre ella.  Retiró una bata de baño hecha en seda, de flores pintadas a mano a través de todo el borde de la tela melocotón, varios libros y una enorme canasta de paja rebosante de tela, hilos de variados colores y agujas de todos los tamaños y grosores. Al cerrarla la canasta, retazos de tela quedaron pillados a través de sus bordes. Una vez descubierta, colocó el anónimo regalo sobre tope pulido del escritorio. El obsequio  
quedó enmarcado entre  los grabados de finas guirnaldas entrelazadas, que decoraban  el margen del tope de  madera.

- Señora, tómese su té. Trate de olvidarlo. ¿No ve que no harán nada contra usted? Ya la han amedrentado antes y nada sucedió.
Un sonido de campanilla surgió del contacto del platillo y la taza. El té humeaba formando delicadas figuras abstractas según ascendía.  Junto a la vajilla, la infusión que el médico le obligaba a ingerir dos veces cada día. La miró de reojo, y evitando pensar demasiado en ello la ingirió de sopetón. Eulalia con cuidado tomó la porcelana de bordes en oro, y sin decir más se marchó a la cocina.

El paquete, sobre su escritorio, aguardaba a ser abierto.   Pasó la mano por los pliegues rectos y estirados del pergamino que cubría el contenido.  Observó cómo los lazos de las soguillas  que sujetaban el paquete, anudados a cada lado, fueron cuidadosamente hechos y colocados. Ambos lados median la misma longitud, y estaban colocados en forma paralela a la mitad de cada mitad del envoltorio; por su forma y tamaño suponía que de un libro pequeño se trataba. Un embalaje demasiado lujoso y cuidado para ser una nimiedad. Sin embargo, lo abandonaron junto a la entrada, pensó mientras acariciaba la envoltura. Lo tomó en sus manos y con cuidado deshizo los nudos, casi lamentando desenvolverlo.  Tan pronto separó uno de los pliegues del pergamino, le alcanzó  un suave aroma a libro antiguo. El presentimiento de conocer el remitente de semejante sorpresa no había sido errado.    Ante sus ojos se abrió un viejo cuaderno.


Pasó su mano sobre la sobrecubierta,  sintió la textura áspera, la línea irregular que se forma sobre el cuero reseco cuando se dobla constantemente por el mismo lugar;  el resabio color vainilla de las páginas enmohecidas, y el aroma al que hace referencia; la línea estirada y angosta con la que se habían llenado las páginas con fechas y  el desglose de sucesos e ideas bajo cada una de ellas, todo susurraba el viejo nombre pronunciado en épocas de ilusión. Era sin duda el viejo diario de Filippo. Varias veces cerró el libro, para volverlo a abrir segundos después. Le ardían los ojos al posar su mirada sobre cada palabra. Aunque el tiempo hubiese pasado y cerrado heridas de juventud, hoy parecían escocer. Estaba tan acostumbrada a su monótona y descolorida existencia, a tal grado, que cuando la avalancha de emociones sobrecogió su pecho,  sintió la necesidad de sujetar el libro, de sostenerlo con fuerza estrujándolo entre pecho y puño, entre el pañuelo de muselina que cubría el escote y el collar de perlas de triple vuelta. El libro cayó sobre su falda y de su interior un papel suelto y doblado se asomó por uno de sus bordes. Lo tomó, su apariencia evidenciaba que esa hoja no pertenecía al conjunto anterior, se podía notar la diferencia temporal hasta en la intensidad del color de la tinta.    


“Isabel:

Solo pretendí, no quise... arrastrarte conmigo a través del laberinto en el que me encontraba dando tumbos sin brújula, sin pistas o mapas. Me sentía exhausto por las constantes noches en vela, deseando no dormir y soñar jamás. Sentí que necesitaba partir sin ti, que no te merecías sufrir conmigo mi pretenciosa y angustiada curiosidad de encontrar respuestas a preguntas,  que dieran algún sentido a mi confundida existencia. 

Creí que te protegía y que, a la vez, me salvaba, que habría tiempo luego para más y mejor, que llegaría con las manos llenas, luego..., alguna vez..., con una sonrisa de esperanza; sin embargo, sabemos ya la historia. Bueno, quizás tuve miedo de que al agarrar tu mano mi futuro encadenara a la ignorancia, o que te dieras cuenta de mi fragilidad y ese conocimiento te  llevara a abandonarme en el miserable desierto  de mi  camino sin ti ¡Yo qué sé! ¿Miedo? ¿Confusión? ¿Egoísmo? ¿Orgullo? Preferí caminar solo para no notar tu ausencia si te dabas la vuelta. Por favor,  jamás pienses que no te amé, que no me hubiese gustado más, mucho más... como ahora, siendo tan tarde.

¿Quién  diría que somos nosotros mismos los que destruimos una posible historia? ¡No,  jamás! Nunca somos  nosotros los culpables de un amor suelto a su suerte entre el viento, la  niebla, y secretos que mientras se susurran  se convierten en inteligibles arabescos sobre los muros incompletos del alma, ¿verdad? 
   
Traté de extirparte de mi vida, y hasta pensé haberlo logrado, pero ahora me doy cuenta que las respuestas importaban menos, o que serían menos satisfactorias que una vida impregnado de tu aroma. Si pudiera volver atrás en el tiempo creo que volvería al momento en que me sonreíste aquel día en el teatro. ¡Te lo juro, Ana Isabel, volvería en este instante!    Lo viviría todo desde el comienzo, una y otra vez aunque eso significara que descubrieras lo pequeño que soy y luego te marchases.

Permíteme encontrarme contigo, sin pretensiones. Solo quisiera explicarte las cosas en persona. ¿Qué te parece encontrarnos hoy? En la tarde, en AUN NO SE QUE LUGAR. Te lo contaré todo. Quiero contestar cualquier pregunta que puedas tener. Quiero pedir perdón en persona, aunque no me lo concedas. Estaré allí, esperando, por si tienes a bien concederme una conversación más.

Siempre,
Yo, Filippo van Neuenwald

Se paró frente al espejo y este, entre las olas suaves de sus bordes y la discreta canalización de los motivos decorativos inspirados en hojas de acanto doradas, le devolvió una imagen que resaltaba los surcos del paso del tiempo. El suspiro surgió del fondo de la inseguridad y los recuerdos hechos jirones.  Estiró la piel de su rostro sujetándola por la sien, se levantó el busto reacomodándolo, y reajustó el escote. Bajó la mirada. —Señora, ¿Qué sucede?, escuchó Ana Isabel a sus espaldas. Eulalia llevaba unos segundos frente a la entrada. Llevaba junto a Ana Isabel desde que ésta era una niña.   —Eulalia, mírame. Ya… No me veo igual. 


—No mi Señora, no se ve igual. Antes era una niña y no creo que haya otra mujer de su edad que sea más guapa que usted en toda Granada.

—No sé yo… Pero, quiero verlo. 

—Al señorito… al Señor Filippo?

Ana Isabel movió su cabeza en afirmación. La vergüenza se leía en su rostro. Querer ver a alguien que le había hecho daño, le hacía lucir inmadura, tonta y aniñada. Pero era la verdad, y para que ocultar la verdad a Eulalia. No había otra persona en el mundo que la conociese mejor que aquella pequeña anciana.

—Pues vaya, para que vea lo que perdió. A lo mejor él se ve peor que usted. ¡Ojala y así sea! Que la haya pasado mal.

—Eulalia…

—Sí, mi niña. Yo pensaba que ibas a morir de amor luego del plantón del teatro. Pensé que ibas a llorar para siempre. Vaya a verlo, para que él vea lo que perdió. Siéntese allí, que la voy a poner hermosa.