Que nunca se pierda del todo el envío de correspondencia a puño y letra |
Era media mañana cuando consiguió la privacidad para sentarse en su escritorio; una mesa en caoba, sostenida por
patas esculpidas en forma de liras pintadas de bronce, oculta bajo la cantidad
de objetos sobre ella. Retiró una bata
de baño hecha en seda, de flores pintadas a mano a través de todo el borde de
la tela melocotón, varios libros y una enorme canasta de paja rebosante de
tela, hilos de variados colores y agujas de todos los tamaños y grosores. Al
cerrarla la canasta, retazos de tela quedaron pillados a través de sus bordes. Una
vez descubierta, colocó el anónimo regalo sobre tope pulido del escritorio. El
obsequio
quedó enmarcado entre los grabados de finas guirnaldas entrelazadas, que decoraban el margen del tope de madera.
quedó enmarcado entre los grabados de finas guirnaldas entrelazadas, que decoraban el margen del tope de madera.
-
Señora, tómese su té. Trate de olvidarlo. ¿No ve que no harán nada contra
usted? Ya la han amedrentado antes y nada sucedió.
Un sonido de campanilla surgió del contacto del platillo y la taza. El té
humeaba formando delicadas figuras abstractas según ascendía. Junto a la vajilla, la infusión que el médico
le obligaba a ingerir dos veces cada día. La miró de reojo, y evitando pensar
demasiado en ello la ingirió de sopetón. Eulalia con cuidado tomó la porcelana
de bordes en oro, y sin decir más se marchó a la cocina.
El paquete, sobre su escritorio, aguardaba a ser abierto. Pasó la
mano por los pliegues rectos y estirados del pergamino que cubría el contenido. Observó cómo los lazos de las soguillas que sujetaban el paquete, anudados a cada
lado, fueron cuidadosamente hechos y colocados. Ambos lados median la misma
longitud, y estaban colocados en forma paralela a la mitad de cada mitad del
envoltorio; por su forma y tamaño suponía que de un libro pequeño se trataba. Un embalaje demasiado lujoso y cuidado para
ser una nimiedad. Sin embargo, lo
abandonaron junto a la entrada, pensó mientras acariciaba la envoltura. Lo
tomó en sus manos y con cuidado deshizo los nudos, casi lamentando
desenvolverlo. Tan pronto separó uno de
los pliegues del pergamino, le alcanzó
un suave aroma a libro antiguo. El presentimiento de conocer el remitente
de semejante sorpresa no había sido errado. Ante
sus ojos se abrió un viejo cuaderno.
Pasó su mano sobre la sobrecubierta, sintió la textura áspera, la línea irregular
que se forma sobre el cuero reseco cuando se dobla constantemente por el mismo
lugar; el resabio color vainilla de las
páginas enmohecidas, y el aroma al que hace referencia; la línea estirada y
angosta con la que se habían llenado las páginas con fechas y el desglose de sucesos e ideas bajo cada una
de ellas, todo susurraba el viejo nombre pronunciado en épocas de ilusión. Era
sin duda el viejo diario de Filippo. Varias veces cerró el libro, para volverlo
a abrir segundos después. Le ardían los ojos al posar su mirada sobre cada
palabra. Aunque el tiempo hubiese pasado y cerrado heridas de juventud, hoy
parecían escocer. Estaba tan acostumbrada a su monótona y descolorida
existencia, a tal grado, que cuando la avalancha de emociones sobrecogió su
pecho, sintió la necesidad de sujetar el
libro, de sostenerlo con fuerza estrujándolo entre pecho y puño, entre el
pañuelo de muselina que cubría el escote y el collar de perlas de triple vuelta.
El libro cayó sobre su falda y de su interior un papel suelto y doblado se
asomó por uno de sus bordes. Lo tomó, su apariencia evidenciaba que esa hoja no
pertenecía al conjunto anterior, se podía notar la diferencia temporal hasta en
la intensidad del color de la tinta.
“Isabel:
Solo pretendí, no quise... arrastrarte conmigo
a través del laberinto en el que me encontraba dando tumbos sin brújula, sin
pistas o mapas. Me sentía exhausto por las constantes noches en vela, deseando
no dormir y soñar jamás. Sentí que necesitaba partir sin ti, que no te merecías
sufrir conmigo mi pretenciosa y angustiada curiosidad de encontrar respuestas a
preguntas, que dieran algún sentido a mi confundida existencia.
Creí que te protegía y que, a la vez, me salvaba,
que habría tiempo luego para más y mejor, que llegaría con las manos llenas,
luego..., alguna vez..., con una sonrisa de esperanza; sin embargo, sabemos ya
la historia. Bueno, quizás tuve miedo de que al agarrar tu mano mi futuro
encadenara a la ignorancia, o que te dieras cuenta de mi fragilidad y ese
conocimiento te llevara a abandonarme en el miserable desierto de
mi camino sin ti ¡Yo qué sé! ¿Miedo? ¿Confusión? ¿Egoísmo? ¿Orgullo? Preferí
caminar solo para no notar tu ausencia si te dabas la vuelta. Por favor,
jamás pienses que no te amé, que no me hubiese gustado más, mucho más...
como ahora, siendo tan tarde.
¿Quién diría que somos nosotros mismos los que
destruimos una posible historia? ¡No, jamás! Nunca somos nosotros
los culpables de un amor suelto a su suerte entre el viento, la niebla, y
secretos que mientras se susurran se convierten en inteligibles arabescos
sobre los muros incompletos del alma, ¿verdad?
Traté de extirparte de mi vida, y hasta pensé
haberlo logrado, pero ahora me doy cuenta que las respuestas importaban menos,
o que serían menos satisfactorias que una vida impregnado de tu aroma. Si
pudiera volver atrás en el tiempo creo que volvería al momento en que me
sonreíste aquel día en el teatro. ¡Te lo juro, Ana Isabel, volvería en este
instante! Lo viviría todo desde el comienzo, una y otra vez aunque
eso significara que descubrieras lo pequeño que soy y luego te marchases.
Permíteme encontrarme contigo, sin pretensiones.
Solo quisiera explicarte las cosas en persona. ¿Qué te parece encontrarnos hoy?
En la tarde, en AUN NO SE QUE LUGAR. Te lo
contaré todo. Quiero contestar cualquier pregunta que puedas tener. Quiero
pedir perdón en persona, aunque no me lo concedas. Estaré allí, esperando, por
si tienes a bien concederme una conversación más.
Siempre,
Yo, Filippo van Neuenwald
Se paró frente al espejo y este, entre las olas suaves de sus bordes y
la discreta canalización de los motivos decorativos inspirados en hojas de
acanto doradas, le devolvió una imagen que resaltaba los surcos del paso del
tiempo. El suspiro surgió del fondo de la inseguridad y los recuerdos hechos
jirones. Estiró la piel de su rostro
sujetándola por la sien, se levantó el busto reacomodándolo, y reajustó el
escote. Bajó la mirada. —Señora, ¿Qué sucede?,
escuchó Ana Isabel a sus espaldas.
Eulalia llevaba unos segundos frente a la entrada. Llevaba junto a Ana Isabel
desde que ésta era una niña. —Eulalia, mírame. Ya… No me veo igual.
—No mi Señora, no se ve igual. Antes era una niña y no
creo que haya otra mujer de su edad que sea más guapa que usted en toda
Granada.
—No sé yo… Pero, quiero verlo.
—Al señorito… al Señor Filippo?
Ana Isabel movió su cabeza en afirmación. La vergüenza
se leía en su rostro. Querer ver a alguien que le había hecho daño, le hacía
lucir inmadura, tonta y aniñada. Pero era la verdad, y para que ocultar la
verdad a Eulalia. No había otra persona en el mundo que la conociese mejor que
aquella pequeña anciana.
—Pues vaya, para que vea lo que perdió. A lo mejor él
se ve peor que usted. ¡Ojala y así sea! Que la haya pasado mal.
—Eulalia…
—Sí, mi niña. Yo pensaba que ibas a morir de amor
luego del plantón del teatro. Pensé que ibas a llorar para siempre. Vaya a
verlo, para que él vea lo que perdió. Siéntese allí, que la voy a poner
hermosa.