Es una habitación y al
mismo tiempo un desierto. Las paredes desnudas se alzan lejanas y
brumosas en el horizonte. Alrededor nada más que arena, montículo,
interminable en todas las direcciones. Arriba en el cenit cuelga un sol
candente, ¿o es una lámpara con una pantalla de esmalte azulado? La
deslumbrante luz mata todos los colores, deja sólo superficies blancas y
sombras negras: el esqueleto de la luz, cegador, insoportable,
mortífero, el maligno brillo de un aparato de soldar cósmico.
La habitación tiene dos
puertas gigantescas, colocadas en la incandescencia azul del cielo, una
al Norte y otra al Sur sobre el horizonte tembloroso.
De la puerta septentrional,
una huella serpenteante de pequeños cráteres de arena conduce hacia el
desierto. Allí avanza un hombre pequeño como una hormiga. A cada paso se
hunde hasta los tobillos, se tambalea, rema con los brazos.
Es el novio.
Su rostro está quemado por
el sol, la piel resquebrajada y llena de ampollas, los labios blancos de
saliva seca. Pelo incoloro, pálido, rodea su cabeza revuelto y tieso
como si fueses de paja. Sus gafas, que se resbalan constantemente por la
nariz sudorosa, las empuja una y otra vez a su sitio con sorda
paciencia. En la mano izquierda balancea un viejo sombrero de copa
abollado. El chaqué de la boda que lleva puesto quizás le sentaba bien
en otros tiempos, pero ahora le está demasiado grande, los faldones le
cuelgan hasta los talones. La tela está raída y se deshace por algunas
partes. La camisa se ha salido del pantalón, pues éste también está
demasiado amplio y tiene que subírselo a cada tres pasos. Un pie va
metido en un zapato de charol cuya suela se desprende, el otro pie va
envuelto en un pañuelo sucio para protegerle al menos un poco de la
arena abrasadora.
Unos veinte metros por
delante de este hombre marcha otro, un funcionario quizás: ropa
extremadamente correcta, traje oscuro, sombrero oscuro, carpeta en una
mano, en la otra un paraguas tersamente enrollado. Su rostro es un poco
pálido y no tiene ningún rasgo distintivo, está como borrado.
La distancia entre ambos
caminantes aumenta lenta pero constantemente. El novio se apresura,
jadea luchando por respirar, se cae, se levanta, sigue su marcha dando
tumbos, vuelve a caerse.
-¡Oiga, por favor! -grita, y su voz suena aguda y agotada como la de una vieja- ¡Espéreme! Quisiera preguntarle una cosa.
El hombre sin rostro ha
oído perfectamente la llamada, pero sigue caminando un buen trecho
todavía, antes de detenerse y volverse suspirando como si se tratase de
los lloriqueos de un niño maleducado que trata por enésima vez de
retenerle con algún pretexto. Apoyado con desgana en su paraguas,
contempla cómo el novio trepa penosamente la duna sobre la que él se
encuentra.
-¡Haga el favor de darse prisa! -dice con frialdad-. ¿Qué quiere ahora?
-Dígame -jadea el novio pensando visiblemente lo que quería preguntar en realidad-, dígame, por favor, ¿queda mucho todavía?
Al hablar se despegan sus labios hinchados con dificultad.
-Nada más que unos pasos -contesta el otro, tan correcto como antes-, hasta aquella puerta.
Al mismo tiempo señala con
el paraguas la puerta al sur. Hace ademán de volverse para seguir
caminando, pero el novio le sujeta.
-Perdone -logra articular con esfuerzo-, ¿a dónde, en este momento lo he olvidado, a dónde vamos en realidad?
-A reunirnos con su novia,
señor mío -explica el otro y se nota que ya ha tenido que dar esa
respuesta a menudo. Recalca cada sílaba y habla en voz alta como si se
dirigiese a un sordo o a un tonto-. Le llevo a la habitación de su
novia.
El novio le mira un rato
fijamente con la boca abierta, luego se da con la mano en la frente y se
ríe precipitadamente, como si quisiera disculparse. Esboza una sonrisa
mientras dice:
-Cuando hayamos llegado a
su casa todo estará en orden, ¿verdad? ¿No me pondrá peros, sólo porque
ya no estoy tan bien vestido? Es todo por ella, supongo que lo
comprenderá. Lo que he padecido la convencerá del amor que siento por
ella. Me creerá, de eso estoy seguro. Me recibirá con los, brazos
abiertos.
-Cuando hayamos llegado a su casa -constata el otro objetivamente.
-Claro, claro -murmura el
novio-, será pronto, muy pronto. Por eso he escogido el camino directo
desde aquella puerta de allí atrás a esta puerta de ahí delante. El
camino directo es el más corto, ¿verdad? Eso lo saben hasta los niños.
-No -dice el otro,
inexpresivo-, no en la habitación del mediodía. Se lo dije desde el
principio, pero usted no quería creerlo. Cualquier rodeo hubiese sido
más corto. Usted ni siquiera me escuchó. Y ahora es demasiado tarde. Ya
hemos ido demasiado lejos.
El novio pasa por los labios agrietados una lengua seca como la yesca.
-Entonces podré hacer con
ella lo que quiera -susurra-, tendrá que tolerarlo todo sin protestar.
Después de todo, es mi novia. Pero yo no lo haré. No le haré nada malo,
¿comprende lo que quiero decir? Ella es muy bella y joven. Completamente
inocente, ¿sabe? En todo caso seré cariñoso con ella, delicado y
discreto. Que yo haya tomado el camino directo no significa que la
quiera coger por sorpresa. Le daré tiempo.
El acompañante guarda silencio y contempla desinteresado el horizonte.
El novio mira un rato fijamente su dedo gordo que sobresale del zapato de charol, luego pregunta de pronto, desconfiado:
-Es bella y joven mi novia, ¿verdad? Quiero decir... lo sigue siendo, ¿no? ¡Por favor, diga su opinión con toda sinceridad!
-Sobre eso no tengo ninguna opinión -responde el hombre sin rostro.
El novio se frota la frente.
-Sí, sí, ya sé. Sólo que...
hace ya tanto tiempo de todo. Apenas sé cómo era. A decir verdad, ya no
conozco a esa persona. Una muchacha desconocida cualquiera. ¿Cómo se
llamaba? Dios mío, llevamos ya tanto tiempo en camino.
-Venimos de aquella puerta -dice la voz fría- y nos dirigimos a aquélla. Eso es todo.
-No lo entiendo -confiesa el novio-, sencillamente no entiendo que esté tan lejos.
-Usted no lo comprende -repite el otro dando media vuelta para irse-, pero su novia está esperando. ¡Venga!
El novio le agarra una vez más de la manga.
-¿Cómo lo sabe? Quizás hace
tiempo que no espera ya. O no ha esperado nunca. Podrían haber surgido
problemas. Entonces habría asumido en vano toda esta carga. Haría el
ridículo.
-Eso -responde la voz seca- ya lo verá cuando pase por esa puerta que tiene delante.
-Esa puerta -susurra el
novio- es inalcanzable, siempre queda delante de nosotros, siempre igual
de lejos... Eso es un espejismo, no una puerta.
-¡Tonterías! -dice el otro
sin sonreír-. Un espejismo aparece y desaparece. Pero esa puerta estaba
ahí desde el principio y ha permanecido en su sitio, sin cambiar en
absoluto.
El novio asiente.
-Sí, sin cambiar... desde entonces, cuando me puse en camino, cuando aún era joven.
-Así que no es ningún espejismo -responde el acompañante en tono categórico, echando a andar.
Durante largo tiempo los
dos hombres caminan uno al lado del otro, pero poco a poco vuelve a
producirse entre ellos la distancia que va en aumento. De nuevo grita el
novio y de nuevo el hombre correctamente vestido se detiene al cabo de
un rato y le espera apoyado en el paraguas. El novio se deteriora por
momentos, su ropa cuelga ahora en andrajos de su cuerpo, también parece
haberse vuelto más pequeño y más viejo.
-Entonces -balbucea
ahogadamente, haciendo un movimiento incierto en dirección a la puerta
septentrional con el sombrero de copa del que sólo queda el ala-,
entonces aún estaba fuerte, ¿recuerda? Entonces era yo quien caminaba
por delante, no usted, ¿se acuerda?
-A veces -puntualiza el otro-, muy pocas.
El novio sacude tercamente la cabeza.
-No, no. Usted apenas podía
dominarme, le costaba trabajo guardar el paso conmigo. Entonces era yo
más joven que usted, querido amigo. Mucho más joven y más fuerte. Era un
joven imponente.
-Yo -contesta el acompañante- sigo teniendo la misma edad.
El novio se quita con la mano el polvo de la cara arrugada.
-Recuerdo -susurra- que
cuando salimos por la puerta estaba sentada en el suelo una mujer
viejísima, diminuta, como resecada por el sol. No llevaba sobre el
cuerpo más que algunos jirones de telas de araña. Quizás era el resto de
su velo de novia. ¡Pobre vieja! Sentí asco de sus pechos lacios que
estaban delgados y vacíos como pliegues rugosos. ¡Pero la mirada con que
me miró! He tenido que pensar a menudo en ella. Tenía los ojos medio
ciegos, hundidos. Y me tendió la mano en la que sujetaba un par de
tallos de rosa secos. La mirada me recordaba algo o alguien. Lo he
olvidado. Sólo sé que sentí vergüenza por ella, por ser tan vieja y fea.
Saqué el clavel rojo del ojal y se lo tiré. Ella lo cogió en el aire y
rió con su boca desdentada. Creo que le alegró mi regalo. Sí, entonces
yo era realmente un joven imponente y fuerte como un toro. Pensaba, sólo
unos pasos y estaré con ella, con mi novia. Tenía prisa. Por eso quería
llegar a ella por el camino directo.
-¡Venga, venga! -dice el acompañante, ahora ya casi un poco impaciente.
Pero el novio tiene algo que decir todavía, aunque le cuesta trabajo hablar de manera inteligible.
-¿No cree usted también
-dice con un graznido- que sería más prudente esperar a que anocheciese?
Al refrescar, sería más fácil proseguir la marcha.
-¡Por favor -responde el
hombre sin rostro-, le ruego que se domine! Está usted complicándolo
todo. Nos encontramos en el cuarto de mediodía. Los anocheceres están en
otra parte. Vea usted mismo, aquí no arrojamos prácticamente ninguna
sombra. La luz está en el cenit, inalterada e inalterable.
El novio asiente con tristeza, deja caer los brazos y dice:
-No puedo más. !
El acompañante hurga, indiferente, con su paraguas en la arena.
-Eso ya lo ha dicho cien
veces. ¿Tengo que apelar otra vez a su sentido de la responsabilidad? Le
están esperando. Su novia cuenta cada minuto. Le desea como sólo una
mujer puede desear. ¿Es que eso no significa nada para usted?
-¡Sí, sí! -se apresura a asegurar el novio.
De nuevo caminan ambos un largo trecho, horas o años, bajo la luz resplandeciente.
De pronto el novio se tira al suelo, rodando sobre la espalda, y grita al cielo con labios llenos de costras:
-¿Por qué? ¿Por qué? ¿Por
qué es tan largo el camino? No llegaré nunca. Nunca, nunca veré ni
abrazaré a mi novia. ¿Por qué no pude decirle sencillamente que la
deseaba, que quería tenerla, que anhelaba sentir su piel, su cuerpo? -un
ataque de tos le sacude y no puede seguir hablando.
El acompañante espera impasible a que se le pase, luego dice:
-Todo eso lo hizo usted.
Usted dijo esas cosas y así figuran textualmente en los documentos -con
el paraguas golpea ligeramente la carpeta de cuero.
El novio mueve un rato los labios, perplejo.
-Pero ¿por qué -balbucea
finalmente-, por qué estoy entonces aquí y no con ella? ¿Por qué voy
siempre a su encuentro sin alcanzarla nunca? ¿Por qué? ¿Por qué?
-Porque usted lo quería así
a toda costa -dice el otro mirándole desde arriba-. Se le dijo una y
otra vez que el camino directo era el más largo. Usted no escuchó
siquiera. ¿Me escucha al menos ahora?
-Sí -grazna el novio. Mira
fijamente al acompañante durante un largo rato, luego empieza a reírse.
Suena como un chillido. El otro espera sin moverse. Finalmente el novio
traga secamente y susurra-: ¿Así que me han engañado las matemáticas,
simplemente?
-No -dice el acompañante-, allí el cálculo es correcto.
El novio deja caer de nuevo
la cabeza en la arena y mira al sol. Los ojos le duelen como si los
atravesase un hierro candente, pero no le vienen las lágrimas. Ya no
tiene. Deja pasar arena entre sus dedos y murmura:
-De modo que así son las cosas. Me rindo. Abandono. No quiero seguir. Abandono.
-¡Ánimo! -dice el acompañante, pero lo dice sin ninguna simpatía-. Allí está ya la puerta. Sólo quedan unos pasos.
El novio sigue dejando
pasar la arena entre sus dedos. El acompañante le levanta en vilo y le
sostiene delante de sí con los brazos extendidos, tan ligero se ha
vuelto. Sus piernas se bambolean en el aire como las de un muñeco.
-Ya no veo nada -susurra-, ya no tengo ojos.
-¿Y su novia? -pregunta el otro.
-Ya no sé nada. No entiendo
nada. No quiero nada. No tengo novia. Nunca la tuve. Nunca deseé. Nunca
amé. Nunca existí. Déjeme en paz, por favor.
Pero el acompañante no cede.
-No tiene usted derecho a
renunciar a su existencia. Sólo piensa en sí mismo. Pero ha asumido
responsabilidades. Como hombre de carácter, no puede deshacerse de ellas
sin más.
-Carácter... -susurra el
novio, bamboleando aún las piernas-; me pregunto por qué no se encarga
usted de mi tarea. La señorita se alegrará. Usted es aún joven, en todo
caso más joven que yo.
El acompañante le suelta.
Cae a la arena como un montón de harapos. Con los ojos guiñados trata de
ver al hombre sin rostro que se alza sobre él.
-Nuestras obligaciones -oye decir a la voz concisa- no son las mismas.
El novio juega con la arena.
-Obligaciones... -susurra con una risita-, obligaciones...
Ahora el otro casi se enfada por primera vez.
-Realmente se pone usted como si se tratase de su vida.
-Y así es -contesta el
novio, asintiendo apenado-, se trata de mi vida, retroactivamente,
¿comprende? Soy un hombre viejo, pero no he tenido vida. Me han anulado
todo. Alguien me ha escamoteado la vida, no sé quién. Y ahora ya no la
quiero. No quiero haber tenido nunca una vida. Contra eso no puede usted
hacer nada.
-Sí -dice el otro-, yo le llevaré los últimos pasos.
El novio lanza una risita.
-Los últimos pasos..., ¡no podrá!
-¡Permítame! -dice el otro y
sin esperar una contestación coge al novio en brazos. Este coloca un
delgado bracito alrededor del hombro del acompañante y apoya su
vacilante cabecita de anciano en su cuello. Así recorren un largo trecho
del camino. Aunque el novio no pesa ya apenas, por fin se le duerme el
brazo a su portador y le deja deslizarse al suelo.
-Los últimos pasos... -se burla triunfante el novio-, ¡lo ve, lo ve!
El hombre sin rostro no
contesta. Engancha el puño de su paraguas en el cuello del chaqué, o más
bien en lo que queda de él, y arrastra al novio detrás de sí por la
arena.
De nuevo transcurre un tiempo interminable.
El novio se da cuenta de que el otro le ha soltado y trata de liberarse del montón de harapos.
-Hemos llegado -oye decir a la voz indiferente-, ya le había dicho que sólo eran unos pasos.
El novio se sienta con un
último esfuerzo y abre los ojos. La luz penetra en él como metal
hirviendo y lanza un grito que ni siquiera percibe él mismo.
Ante su mirada apagada,
oscila la puerta. Se abre. La vista que se le ofrece es un grado más
oscura que el azul brumoso del cielo que le rodea. En ese marco se
encuentra una muchacha alta, de piernas largas, vestida sólo con un velo
vaporoso de novia que cae de su cabeza y envuelve su cuerpo,
transparente como una delicada niebla. Su rostro está casi oculto por
esa niebla, pero con tanta mayor claridad se ven sus largos y finos
miembros, sus muslos, sus pequeños pechos, su vientre plano y la sombra
nocturna de su regazo. En la mano lleva un ramo de rosas.
-Por fin -exclama ella-, ¡estoy casi muerta de deseo! ¿Dónde está? ¿Dónde está?
El acompañante se vuelve
hacia el novio, pero éste alza con gran esfuerzo una mano y coloca
suplicante un dedito huesudo delante de su boca hundida y desdentada.
El acompañante se encoge imperceptiblemente de hombros y se dirige a la novia.
-Su novio la espera detrás de la puerta septentrional. Si quiere, la conduzco hasta él por el camino directo.
-Vamos -exclama ella-, vamos de prisa, sólo unos pasos y estaré junto a él.
Ella quiere echar a correr,
pero se detiene porque el novio le tiende la mano. Desconcertada, le
contempla un instante, luego le tira una rosa del ramo que lleva en la
mano.
El novio alza su mirada hacia el acompañante, que ha contemplado la escena cruzado de brazos y que ahora dice en voz baja:
-Al menos os habéis encontrado. Lo habéis hecho ya a menudo y lo haréis una y otra vez. Eso no pueden decirlo todos.
Luego sigue a la muchacha,
que se adentra en el desierto a grandes pasos hacia la otra puerta que
se alza gigantesca en el horizonte septentrional. Las dos figuras se
vuelven cada vez más pequeñas entre los montículos de arena y al final
sólo queda una huella serpenteante de minúsculos cráteres de arena.
El novio les sigue con ojos lechosos mientras sus dedos acarician la rosa.
-¡Qué bella es -susurra-, Dios mío, qué bella es!
Y mientras cae hacia atrás en la arena murmurando aún: